martes, 28 de junio de 2011

El chico del instituto

El chico del instituto (Gays)

Un chico de clase baja es requerido por un director de cine famoso para hacerse unas pruebas para una pelí­cula.

El chico del instituto

Esto ocurrió hace ahora algo más de un año, en mayo de 2004.

Yo terminaba entonces un curso de bachiller en mi instituto, con notas más o
menos buenas.
No es que fuera el mejor de la clase, pero tampoco el último.

Pertenezco a una familia con pocos recursos, y vivo en un barrio de clase baja.

El caso es que aquel dí­a yo estaba en la puerta del insti, como le decimos al
instituto entre los chicos de mi barrio, y me llamó la atención un cochazo que
se paró unos metros más allá de donde yo estaba.
No era corriente ver esos
coches en mi barrio, así­ que me fijé: era realmente precioso.
Me dije a mí­ mismo
que me encantarí­a tener uno como ése.
El conductor aparcó el buga poco más allá,
y salió del coche.
Era un tí­o alto, fuerte pero delgado, moreno, con ropa de
marca, cara.
Cuál no fue mi sorpresa cuando veo que el tí­o se dirige hacia mí­.

Pensé, qué le he hecho yo a este tí­o.
Se me vino a la mente alguna de las chicas
con las que me habí­a acostado (prácticamente la mitad de la clase, a decir
verdad, y la otra media se morí­a de ganas por hacerlo: y es que, aunque me esté
feo decirlo, tengo un cacharro más que bien preparado, 23 centí­metros a pleno
rendimiento), pero lo descarté: las chicas que me habí­a follado no tení­an, ni de
lejos, un padre con posibilidades de tener una máquina como aquella, ni vestir
aquellas ropas tan caras.

En eso estaba cuando el tí­o llegó hasta mí­, y, con una media
sonrisa, me dijo:
–Hola, soy Agustí­n Florez –me tendió la mano–.
Soy director
de cine, te he visto, y creo que podrí­as hacer un papel en mi próxima pelí­cula.
Me quedé de piedra.
Era lo último que me podí­a imaginar.
Allí­
estaba aquel pavo que evidentemente tení­a más millones que kilos pesaba, y me
estaba diciendo que querí­a tenerme en una pelí­cula suya.
Casi no podí­a respirar,
y menos hablar.
–Bueno, ¿qué me dices, te interesa? –me dijo, algo
impaciente.
–Pues, pues.
.
.
sí­, claro –acerté a balbucear.
–Que conste que no es seguro, ni mucho menos.
Antes tendrás
que pasar tres pruebas, pero creo que tienes madera.
¿Quieres hacer las pruebas
ahora?
De nuevo me dejo patidifuso.
¿Ahora? Claro que, pensándolo
bien, no tení­a otra cosa mejor que hacer.
Se me vino a la mente la pasta que
podrí­a ganar con aquella pelí­cula, si finalmente conseguí­a hacerla, y se me hizo
la boca agua: quizá podrí­a salir de aquel barrio de mierda y tener mucho dinero,
y poder ser alguien en la vida.
La sorpresa inicial empezó a dejar paso a una
euforia que no sabí­a muy bien como controlar.
–Claro, claro que sí­.
¿Qué hay que hacer?
El hombre me miró, sonriendo, y dijo:
–Bueno, ya te lo diré en su momento.
Tengo una suite en el
hotel P.
.
.
, si me acompañas podemos hacer las pruebas allí­.
–Sí­, sí­, claro.
Yo estaba como en una nube.
Me imaginé conduciendo aquel buga
imponente, aunque fue el hombre el que, lógicamente, se puso al volante.
El
coche por dentro era incluso más bonito que por fuera: qué comodidad, qué
lujo.
.
.
me prometí­ que no iba a dejar escapar aquella oportunidad, y que harí­a
esa pelí­cula.
Llegamos al hotel P.
.
.
en apenas un cuarto de hora.
El hombre
recogió la llave en la recepción y subimos.
El hotel era un cinco estrellas, de
esos que se ven en las peliculas y que tú sabes que jamás pisarás, como no sea
de botones, camarero o servicio de limpieza.
Pero ahora yo era el invitado de
aquel director de cine.
.
.
Cuando entramos en la suite, el hombre dejó las llaves a un
lado y encendió algunos focos que tení­a preparados.
íˆstos arrojaron luz sobre
una especie de improvisado escenario en el que sólo habí­a una silla.
–Siéntate ahí­, por favor.
Yo me dirigí­ hacia la silla, y me senté.

Desde mi posición apenas si se le veí­a, porque la luz me
deslumbraba y lo que quedaba tras los focos era una penumbra poco visible.
Pero
en esa semioscuridad vi que el hombre me enfocaba con una cámara, de estas
pequeñas, como de ví­deo o DVD, y empezaba a grabarme.
–Cuéntame un poco de tu vida.
Yo empecé a hablar de mí­, aunque no sabí­a muy bien qué es lo
que querí­a escuchar.
A los dos o tres minutos el hombre dijo:
–Vale, primera prueba superada: eres muy natural, resultas
muy bien en imagen, y hablas con soltura, aunque habrá que pulir algunas
cosas.
.
.
Hizo una pausa, y después siguió:
–Para la segunda prueba tienes que desnudarte totalmente.
Me pareció no haber escuchado bien, así­ que pregunté:
–¿Cómo ha dicho?
–Que te desnudes, por favor.
En la pelicula que preparo hay
varias escenas de desnudo, y necesito saber que das el perfil del personaje que
vas a interpretar.
Se supone que es un chico muy bien dotado, y comprenderás
que, después, a la hora de la verdad, no puede ser que tenga una bellotita.
.
.
Tragué saliva, y le dije lo único que se me ocurrí­a:
–Pero, le aseguro que yo tengo un.
.
.
bueno, un pene bastante
grande.
–se me ocurrió algo–.
Mire, ¿lo ve? –me señalé el paquete que marcaba
el pantalón, que yo sabí­a que llamaba la atención, porque era considerable.
–Sí­, pero eso puede ser algodón, o un calcetí­n, que ya
conocemos los trucos para parecer que se tiene ahí­ el aparato de John Holmes y
después resulta que es la mitad de la mitad.
.
.
Como veí­a que no me terminaba de decidir, añadió:
–Mira, chico, o haces lo que te digo, o lo dejamos aquí­.
Si
tienes estos escrúpulos para desnudarte delante de mí­, cuando tengas que hacerlo
delante de una veintena de hombres y mujeres, no sé que vas a hacer.
Aquello disipó mis dudas.
–No, no, no se preocupe.
–Y comencé a desnudarme.
No era
mucho lo que tení­a que quitarme, porque llevaba una camiseta y unos vaqueros
cortos.
Enseguida me quedé en calzoncillos.
–Los slips también, por favor.
Con un último esfuerzo, me bajé los calzoncillos.
Con la
emoción, mi verga se habí­a puesto un tanto morcillona, así­ que debí­a tener un
aspecto más que recomendable, porque el hombre me dijo.
–Pues sí­ que era verdad, tienes un buen rabo.
Prueba
superada.
Suspiré calladamente, mientras notaba que mi carajo seguí­a,
poco a poco, creciendo.
Me puso algo nervioso, pero poco podí­a hacer, porque
cuanto más nervioso estuviera, más crecerí­a.
.
.
El director salió desde la penumbra y se dirigió a mí­:
–Bien, ahora la tercera prueba.
Mira, chico, esta pelí­cula
es de gran presupuesto, y para actores noveles como tú, con personajes de cierta
importancia, hay un caché de 300.
000 euros; si lo prefieres, al cambio, 5
millones de las antiguas pesetas.
La boca se me debió descolgar, porque no notaba la mandí­bula
inferior.
¡5 millones de pesetas! Era increí­ble, mi suerte habí­a cambiado de la
noche a la mañana.
–.
.
pero, eso sí­, –siguió diciendo el director–, tengo la
costumbre, que no voy a cambiar contigo, de probar a todos mis nuevos actores.
–¿Probar? Pero si ya me ha probado dos veces.
.
.
—acerté a
decir.
–No, chico, me refiero a probarte sexualmente.
Si se me hubiera abierto el suelo bajo los pies, no habrí­a
sufrido una impresión tan grande.
–Oiga, que yo no soy un maricón.
.
.
digo, un gay de esos.
A
mí­ me gustan las tí­as.
–No te pido que te dejes follar, ni nada de eso.
A mí­ lo que
me gusta es chupar pollas como esa tan bonita y tan grande que tú tienes.
.
.
y
que por cierto cada vez está más empinada.
Claro que, si no quieres que,
simplemente, te la chupe, sin que ello suponga nada para tu masculinidad.
.
.

Bueno, lo dejamos aquí­.
Mi cabeza pensaba a mil por hora.
A ver, el tí­o sólo querí­a
mamármela, y con eso conseguirí­a entrar en una pelí­cula con gente famosa, un
pago de 5 millones de pelas y la posibilidad de meterme de lleno en el mundo del
cine: las perspectivas eran estupendas.
Decidí­ en una fracción de segundo.
–Vale, de acuerdo, puedes.
.
.
chupármela; pero sólo eso, ¿eh?
El hombre sonrió, y se acercó a mí­.
–Siéntate en la silla, por favor.
Me senté, tieso como un garrote, comido por los nervios.
A
estas alturas, mi rabo estaba ya totalmente empalmado, luciendo el gran cabezal
que tiene, ya rezumante de lí­quidos preseminales.
Aquel manjar ya lo habí­an
probado más de veinte tí­as, pero iba a ser la primera vez que la boca de un
hombre me la mamara.
El director se puso de rodillas entre mis piernas.
Me miró a
los ojos y después bajó la cabeza.
Me agarró el nabo con la mano derecha y
empezó a darme besitos en el capullo.
Enseguida se lo metió en la boca, sólo la
cabeza, y empezó a lamerlo con fruición.
Tení­a que reconocer que el tí­o me
estaba dando placer, aunque intentaba pensar en otra cosa, en chicas que me la
habí­an comido antes.
El hombre empezó a tragarse poco a poco mi rabo, chupando
con suavidad, con lentitud, con toda avaricia, mamando despacio, con maestrí­a.

Me cogió con la mano izquierda los cojones y empezó a sobarlos.
Yo empezaba a
sentirme en el paraí­so.
A regañadientes, tuve que admitir que aquel tí­o sabí­a
mamarla mejor que todas las chicas que me la habí­an comido hasta entonces.
El
hombre siguió adentrando mi nabo en su boca, ya lo tení­a a la mitad, y eso era
mucho, unos 12 centí­metros.
Seguí­a chupando con fruición, manejando la lengua
alrededor del tronco de mi carajo, ensalivándolo totalmente.
Continúo hacia
adentro, y entonces me di cuenta de que el tí­o tení­a que tener unas tragaderas
tremendas: ninguna chica habí­a conseguido meterse todo mi cacharro en la boca,
pero aquel lo estaba consiguiendo.
Poco despues enterraba la nariz en mi vello
púbico, y con ello supe que todo mi carajo, mis 23 centí­metros a tope, estaban
dentro de la boca y la garganta de aquel tipo.
Me sentí­a estupendamente, ya más
relajado de mis inhibiciones, así­ que no me importó mayormente que el tí­o, con
la mano izquierda que me sobaba los huevos, me acariciara en la zona que hay
entre los cojones y el culo.
Era una caricia deliciosa, así­ que, cuando el dedo
me acarició el agujero del culo, como estaba en el paraí­so, no hice ningún
movimiento en contra.
Entonces el hombre metió un dedo en mi agujerito, con
cierto trabajo y algún dolor de mi parte, pero al tener mi nabo enterrado en la
boca del director, el dedo pudo penetrar con cierta facilidad.

Yo seguí­a en el nirvana.
El hombre me alzó las piernas y se
las puso en lo alto de sus hombros.
De esta forma, se salió de mi nabo y se puso
a chuparme las bolas.
¡Qué placer! Alguna vez, alguna de las chicas que me habí­a
follado, me habí­a mamado las pelotas, y era rico, pero no como lo hací­a aquel
hombre, que parecí­a se las iba a comer.
Tras chuparme un rato los huevos, el
hombre bajó un poco más y sacó el dedo de mi culo.
Entonces noté como una oleada
de placer inmenso: el tí­o me estaba metiendo la lengua por el ojete del culo, y
aquella carne caliente y cálida me estaba proporcionando el mayor placer que
habí­a sentido en mi vida.
Noté que se me estaba cayendo la baba, y me di cuenta
de que aquello era increí­blemente plancentero.
Culeé, queriendo que aquella
lengua entrara más adentro, y el hombre me hizo que cambiara de postura.
Me puso
en el suelo, a cuatro patas, y sepultó su cara en mi culo.
Así­ la posición era
mejor, y noté como aquella lengua insaciable me traladaba como un obús.
Cada
lengí¼etazo era como un espasmo de placer, un gozo indescriptible que me llegaba
por oleadas.
.
.
Culeé de nuevo, casi sin saber qué hací­a, y entonces el hombre
retiró su lengua.
Me volví­ un poco, como protestando, pero enseguida reconocí­
que de nuevo estaba allí­ aquel pedazo de carne.
.
.
aunque, a decir verdad,
parecí­a distinto.
¡Y tanto! No tardé mucho en darme cuenta, por el tamaño, que
la lengua era ahora el nabo del tí­o.
Tuve un instante de pánico, de inhibición:
aquel tí­o me iba a follar, y yo no era un maricón.
.
.
Pero enseguida recordé el
placer de la lengua, y supe que aquello no podí­a ser malo.

La primera embestida me dolió, debo reconocerlo.
Pero aguanté
a pie firme: cuando el carajo del director me entró de nuevo, mi culo ya se
habí­a hecho a aquel (considerable, por cierto) tamaño, y entonces pude disfrutar
de aquella barrena que me partí­a en dos pero que me proporcionaba un placer
inenarrable.
Instintivamente, culeé para metérmelo más adentro, y eché hacia
atrás, entre mis piernas, una mano, para tocar el fenómeno que me estaba
barrenando.
Casi me caigo del susto: el grosor de aquel monstruo era superior al
mí­o (que me lo tengo muy conocido, de tanta paja.
.
.
), pero a pesar de eso allí­
estaba entrando en mi culo hasta entonces virgen como Pedro por su casa.
El tí­o redobló sus embestidas, y me di cuenta de que se iba a
correr, porque jadeaba cada vez más fuerte.
Pensé que se iba a correr en mi
culo, pero un momento antes el hombre se salió, y debo confesar que me sentí­
huérfano.
Pero el tí­o tení­a otra idea.
Se levantó y corrió hacia mi cabeza,
poniéndome su rabo como de toro delante de mi boca.
Yo no lo pensé: la abrí­, sin
saber qué hací­a, pero absolutamente encadenado al placer que me estaba
proporcionando aquel hombre.
El tí­o me metió el nabo en la boca, y en ese
momento noté una cosa caliente y viscosa que me invadí­a la lengua.
Al principio
pensé que era una guarrada, pero me di cuenta enseguida que sabí­a bien, con un
extraño sabor agridulce que, cuanto más paladeaba, más me gustaba.
Le mamé, como
buenamente supe, la cabeza de la polla, mientras el hombre descargaba toda su
leche en mi boca, y me sorprendí­ a mí­ mismo cuando, una vez hubo terminado de
salir el semen, rebusqué con la punta de lengua en el ojete del nabo, buscando
alguna gota retrasada, consiguiendo el justo premio a ese esfuerzo.
A todo esto, yo estaba que reventaba con mi propio nabo.
Tras
tragarme el último semen, me derrumbé sobre el suelo, momento que aprovechó el
director para meterse mi carajo en su boca y, con varias mamadas explosivas,
hacerme reventar en su boca.
Se la llené de leche, que el hombre paladeaba como
si fuera el más rico manjar.
Nos quedamos tirados en el suelo un rato.
Después, el hombre
se recompuso y me dijo:
–Bueno, has superado esta tercera prueba.
Dame tu teléfono y
te llamaré.
Ni que decir tiene que nunca me llamó.
Cuando pasó dos
semanas, fui al hotel P.
, pero allí­, lógicamente, no daban noticias de sus
clientes.

¿Pensáis que fui engañado? Creo que no.
Porque lo que sucedió
en aquella suite me abrió los ojos.
Me gustó tanto el sexo con hombres que desde
entonces me cambié totalmente de acera.
Ese verano mi familia fue a Marbella, y
allí­ encontré algunos locales gays con cuarto oscuro donde me puse las botas.
Me
metí­a en la sala oscura y echaba mano de todos los paquetes que podí­a.
Debo
confesar que, en la oscuridad de la sala oscura, me daba igual cómo fuera el
tí­o, si guapo, feo, joven, viejo, calvo o con melena.
A todos se la chupaba, y,
si podí­a, hací­a un numerito con uno que me enculaba y otro al que se la mamaba.

Me tragué litros de semen en aquellas salas oscuras, y cuanto más tragaba más me
gustaba.
Cuando volví­ a mi ciudad, tras el verano, busqué los sitios de
ambiente, y allí­ me hice un fijo de los cuartos oscuros.
Cuando me veí­an entrar,
los visitantes ya sabí­an que tení­an una mamada segura.
Cuando en octubre comencé el nuevo curso, pronto hice para
que el personal masculino supiera cuáles eran mis nuevos gustos.
La verdad es
que tuve bastante éxito.
Les hice ver que dejarse chupar la polla no era de
maricones, que eso ya lo era yo por todos.
Así­ que, cuando yo entraba en el
servicio de chicos (con mucha frecuencia, más de la necesaria), siempre habí­a
seis o siete chicos que tení­an ganas de orinar.
Ellos se poní­an en los urinarios
y yo llegaba por detrás, como en un rito: me agachaba a su lado y el chico
sacaba el nabo: yo se lo mamaba hasta que reventaba y me tragaba todos sus
mecos, y pasaba al siguiente.
Una vez, por cierto, uno de los chicos me dijo que
antes querí­a orinar, que tení­a de verdad ganas (debí­a ser el único.
.
.
): tuve
como un presentimiento, y supe en ese momento que querí­a saber a qué sabí­a los
meados en mi boca.
Le dije, méame en la boca, y el chico, casi en estado de
schock, lo hizo: aquel lí­quido caliente, ácido, suave, me encantó, y me lo
tragué enterito.
A partir de entonces, antes de mamarla, le pedí­a que me
orinaran en la boca, y después se las chupaba hasta vaciarlos por completo.
No
es de extrañar que, cuando volví­an a clase, fueran con aquella cara risueña.
Pero no sólo la mamaba en los servicios.
En clase, cuando los
profesores no eran de los más espabilados, me colocaba en la última fila y por
allí­ iban pasando, uno a uno, mis compañeros, a los que se la chupaba con
fruición, mientras el profe hablaba de logaritmos, de cordilleras o de
triángulos escalenos.
Ni que decir tiene que los fines de semana me voy a los
lugares de encuentro: parques, donde me he comido ya un buen número de pollas;
servicios públicos; salas oscuras.
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En fin, que este curso voy a repetir; y no sólo es porque no
atienda en clase: es que así­ me garantizo que el año que viene voy a disfrutar
de una nueva tanda de pollas con leche.
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Rodorico
POR CUESTIONES DE PRIVACIDAD ESTE EMAIL FUE REMOVIDO

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